Acrotomofilia

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Imagen tomada de: http://www.tumblr.com

Tras divorciarse de su segunda esposa Mary Jane, una holandesa rubia de ojos claros como el cielo del verano, de prominentes senos y que casi logra arruinarlo al alegar adulterio como fin último de su matrimonio, los días para Raúl transcurrían tras el viejo escritorio caoba al fondo de una extensa oficina de una vieja escuela de jóvenes marginados. En ella, sobre unos raídos asientos gris con pequeñas betas blancas y negras pasaba sus días, siendo un hombre letrado de cabellos ya grisáceos por el tiempo, de un cuerpo de esos trabajados en lo que hoy día llamamos gimnasios, como el de esos hombres jóvenes de cabezas y almas vacías que pululan los espacios de la ciudad exhibiéndose como trofeos de bronce de algún torneo precario. Pero ese no era su caso. A finales de los noventa terminó en una lejana universidad sus estudios que hoy lo tienen en aquella posición. Desde entonces, sus días se han convertido en un vestigio de lo que no debería ser. Con el colapso final, Raúl descubre para sí que tal vez las mujeres no son para él y los días venideros transcurrieron en una paz inquietante, ligeramente alterada por el paso de los días.

Luego de un extenso invierno,  sus problemas con el azúcar se complicaban al punto de no percibir las dolencias que le aquejaban, cada vez su cabeza parecía transportarse a un doloroso lugar fuera de su cuerpo, las visiones entre cortadas que le recordaban su juventud en los años ochenta tras largas horas de pasar en parques fumando hierbas de esas pequeñas pipas. Una mañana de febrero a finales de los noventa, mientras la lluvia se deslizaba dejando su huella en a los cristales de la ventana única de su despacho,  descubre aquello que sin más cambiaría su historia: en sus últimos días de la soledad le privaron la vista, su memoria, su consciencia, su vida. Tras un inconsciente sueño, descubre que está en lo que aparenta ser un hospital local y que parte de su anatomía no existe: la pierna derecha le ha sido profanada.

Asido a una estructura metálica que se convertía en su tercera extremidad o más bien a una nueva que sí lograba alcanzar los adoquines empotrados en el piso, supliendo aquella que le fue arrebatada en una épica batalla campal entre las moléculas del azúcar, la insulina y la cierra quirúrgica que algún médico blandió sobre él. Deambulando en una marcha inestable y torpe por los pasillos del claustro de apenas unos pocos metros cuadrados de distancia, con sus paredes de un deprimente color verde carente de esperanza, con tan siquiera unos 10 empleados, que se colmaba cada año de jóvenes de distintas edades sin ninguna particularidad, así vivió su nueva vida.

Una multitud de jóvenes  que poblaban la institución aquel viernes invernal, y Miguel que provenía del sur de América, con tan sólo 18 años destacaba entre ellos al alcanzar metro con ochenta centímetros de altura.  Sus cabellos castaños y rizados databan de su natalidad salvaje, rebelde y propia de su edad, enmarcada en sus penetrantes ojos marrón. Desde su recinto, Raúl le observaba en el diario caminar  en su  usual camiseta estampada que aduras penas cubría sus hombros, dejando al descubierto sus brazos. Vestía un pantalón crema que solo alcanzaba sus rodillas, dejando al aire unas delgadas piernas hirsutas. Ese invierto para Raúl se transfirió a su vida propia, la que había perdido, esa vida donde degustar de las mujeres se volvió tormentoso y desagradable, y absorto en su trabajo,  su vida yacía muerta y a la vez viva por aquella escuela. 

Desde allí, con ojo aguileño le observa, y su virilidad se notaba mientras el joven corría. Y en su observación seductora, unas instrucciones gritadas al viento llamaron la atención de él, quién un atardecer, le abordó en su prisión. Ahí, en lo acalorado de sus cuerpos, sin innecesarias palabras sus manos fueron deslizando en el cuerpo del otro, a su interior, rozando su piel y sintiendo toda su hombría. Yacidos ahí, en el recinto, lucían perturbados, elevados a otro mundo,  su consciencia volaba a un mundo donde Miguel yacía inmóvil en una silla de su oficina, mientras le recorría con caricias su extremo inexistente.

El sexo a ambos les palpitaba al compás de la lluvia, sus ojos tornados en blanco inquietos, enfermizos, mostraban su nivel de perversión. Miguel, le observaba los vestigios de lo que alguna vez sujetó su pierna, se deleitaba con aquella línea extensa, arrugada y abultada que daba cuenta del paso de un hilo que intentó unir la piel en ambos extremos. Miguel se abalanzó de rodillas, llevando hacía sí aquel muñón, devorándole por completo, mientras para Raúl su cuerpo dejaba de responder a la razón, se retorcía en el más íntimo momento de movimientos tónicos y clónicos que inundaron el lugar, hasta que sin más su boca dejó bramar un lacónico alarido intenso, contenido que denotaba antigüedad, dejó, entonces, sus líquidos internos correr hasta inundar el suelo. 

Al abrir sus ojos, la luz de las lámparas le encadelilló, trató de reaccionar la razón cuándo los golpes no se hicieron esperar tras la puerta. Perfiló sus ojos e intentando incorporarse. Sin aviso, su asistente violentó la extasiante calma que se vivía en el lugar. Él intentó cubrir, limpiar todo rastro de lo ocurrido, la inutilidad de sus piernas, la inconsistencia de sus movimientos, para finalmente darse cuenta que no había nada en aquel recinto, salvo él y acromatofílica vida. 

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Imagen tomada de: http://www.tumblr.com

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